Casa de campo by José Donoso

Casa de campo by José Donoso

autor:José Donoso [Donoso, José]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista
editor: ePubLibre
publicado: 1978-04-23T05:00:00+00:00


3

—Donde veo un antropófago yo…, yo lo aplasto no más —gritó el Mayordomo después del breve silencio a que se redujeron los aullidos de adhesión de los sirvientes suscitados por la interminable arenga de Hermógenes.

—¡Los aplasto no más…! —repitió exacerbado, hundiendo brutalmente en el suelo el taco de su escarpín con hebilla, y en seguida el silencio de la llanura anochecida se volvió a repletar de aullidos y salvas porque la voz del Mayordomo, su acento y su tono, sintetizaban, haciéndolos identificarse con él y compartirla, una simple y feroz ideología.

Los Ventura, desde sus coches ya preparados para partir rumbo a la capital, vieron al Mayordomo como por primera vez, refulgiendo en el centro del semicírculo que le abrió su legión. Hasta ahora había resultado inútil —además de difícil porque los sirvientes, como los chinos y los negros, eran todos iguales fuera cual fuera su rango— hacer el esfuerzo de traspasar la identidad genérica de una librea conferida por ellos y que sólo denotaba la función de su poder absoluto sobre los sirvientes y su obediencia absoluta a los señores de la casa: como ya lo he dicho, esta librea era un objeto espléndido, recamado con jardines de oro y cargado con insignias y emblemas, dura y pesada y tiesa con entorchados, galones, estrellas y alamares, la versión mítica de las libreas de terciopelo color amaranto de los lacayos cuya complejidad iba disminuyendo según descendía la importancia de cada cargo. Era de suponer, entonces, aunque hasta ahora había sido ocioso tomarlo en cuenta, que cada Mayordomo traía consigo un rostro distinto y una voz distinta. Pero todos los años el Mayordomo era contratado no sólo según su eficacia y demás cualidades que un Mayordomo de primera debe tener, sino también por su gran talla, para que así le calzara la principal librea de la casa, cuyo lujo lo transformaba en un ídolo bárbaro, inmune a todo, salvo, alguna vez, al ceño fruncido de uno de los señores. La librea indicaba, más allá de toda duda, que quien la llevaba era poseedor en el más alto grado de las cualidades inherentes a su oficio. Y como los Ventura no eran aficionados a barajar los pormenores personales de sus sirvientes sino la eficacia en la protección de sus personas, les era innecesario hacer la transición, año tras año, de una individualidad a otra porque la librea era muchísimo más importante que la persona de utilidad reemplazable que lo ocupaba.

Los coches estaban listos para arrancar. Por fin lograron hacer que montara Ludmila, que ajena a todo este movimiento había permanecido inclinada sobe la noria como buscando algo y cuando se le preguntó qué hacía repuso lloriqueando que para qué le preguntaban si sabían que se estaba lavando la mano para que desapareciera el fulgor del arcoiris. Las demás madres terminaron de hacer sus ruegos de clemencia a los sirvientes para con las travesuras de sus hijos tan amados. Pero los hombres de la familia, encaramados en los pescantes donde empuñaban las riendas, ya



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